LA ROSA DE PARACELSO

lunes, 31 de agosto de 2009



En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía, El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares, Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo, Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta, El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.El maestro fue el primero que habló.-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-, No recuerdo la tuya, ¿Quién eres y qué deseas de mí?-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-, Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo,-El oro no me importa -respondió el otro-, Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.Paracelso dijo con lentitud:-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:-Pero, ¿hay una meta?Paracelso se rió.-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino,Hubo un silencio, y dijo el otro:-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino,-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.El muchacho elevó en el aire la rosa.-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.El otro insistió.-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.-Eres crédulo -dijo-. ¿ Dices que soy capaz de destruirla?-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo.-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿ Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal.Paracelso se había puesto en pie.-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?Paracelso le miró con tristeza.-El atanor está apagado -repitió– y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.El discípulo dijo con frialdad:-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa.No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?El otro replicó, tembloroso:-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.Se arrodilló, y le dijo:-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

GothLoli

miércoles, 5 de agosto de 2009



Gothic Lolita o "GothLoli", gosurori, algunas veces conocido como "Loli-Goth", es una subcategoría dentro de la moda Lolita, una moda callejera popular entre algunas chicas japonesas, y en un nivel más bajo, entre chicos. 

La moda Lolita se basa en la moda victoriana y edwardiana y, en ocasiones, trata de imitar el aspecto de las muñecas victorianas de porcelana. El periodo rococótambién ha sido definido como una influencia dentro de la moda Gothic Lolita. El Gothic Lolita aplica la estética de la modagótica con un aspecto infantil típico de la moda Lolita. El nombre y origen del término GothLoli es una combinación entre lolita y gótico. El Gothic Lolita es la variante más conocida y practicada dentro de la moda Lolita. 


El estilo Gothic Lolita es con frecuencia una combinación de negro y blanco, a menudo negro con encajesblancos y normalmente decorado con lazos y encajes ajustados. Las faldasse suelen llevar a la altura de la rodilla y se les añade con frecuencia miriñaque o enagua para añadir volumen. Al igual que la moda japonesa corriente, se suelen llevar calcetines sobre la rodilla. Para completar el estilo se suelen llevar zapatos de aspecto infantil como los Mary Jane o similares. Es común también encontrar en el Gothic Lolita blusas ajustadas de estilo victoriano, y los diseños suelen ser modestos. 
Algunos accesorios pueden incluir pequeños sombreros de copa, sombrillas y lazos en la cabeza. En su mayoría blancos o negros, los accesorios en la cabeza suelen ser diademas o bandanas con lazos o cordones o incluso gorros. El pelo se suele llevar rizado o se lleva una peluca rizada para completar el aspecto similar al de una muñeca de porcelana. Los tintes rubios o negros son los más populares. 
La vestimenta Gothic Lolita puede ser también acompañadas de accesorios teatrales como bolsos de mano u otro tipo de bolsos, en ocasiones con forma de murciélagos, ataúdes y crucifijos, así como libros de bolsillo, relojes de bolsillo y cajas de sombreros. Los ositos de peluche u otros peluches son de uso común, y algunas compañías hacen versiones "góticas" de los peluches. Además, algunas Gothic Lolita son dueñas de muñecas Super Dollfie, características de la moda Lolita. 
  
Historia 

El estilo GothLoli típico se originó a mediados del 1998 y se hizo más accesible en varias boutiques y tiendas en el 2001. Algunos observadores consideran la moda como una reacción a la subcultura kogal de Shibuya, dado que la mayoría de los que participan en el Gothloli están en desacuerdo con esta. La popularidad del Gothloli como estilo distintivo llegó a su punto más alto en los años 2004 y 2005 en Tokio, y actualmente se mantiene como una de las modas "alternativas" entre la juventud japonesa. Su popularidad fuera de Tokio se mantiene baja aunque creciente en muchas áreas, al igual que el fenómeno de los café meido relacionados con ésta. 


Hay una idea común falsa que sugiere que el Gothic Lolita está influenciado y se popularizó gracias a la imagen de algunas bandas y artistas Visual Kei. Al artista Mana, líder y guitarrista de la banda Visual Kei Malice Malizer, se le da un amplio crédito por ayudar a popularizar el Gothic Lolita. El acuñó el término "Elegant Gothic Lolita" (EGL) y "Elegant Gothic Aristocrat" (EGA) para describir el estilo de su propia marca de moda llamada Moi-même-Moitié y fundada en 1999. Los fanáticos occidentales de la moda tienden a pensar de forma errónea que Mana es el creador de la moda Lolita y, con frecuencia, hacen uso de sus términos EGL y EGA para describir todas las marcas y estilos de la moda lolita. De forma general entre los seguidores lolita japoneses, este término se aplica para describir algunos subgéneros del estilo Lolita. Otras figuras influyentes en la escena incluyen a la cantante Kana, que con frecuencia posa en revistas de moda relacionadas con el Gothloli, y Mitsukazu Mihara que dibujó las primeras ocho portadas de la revista Gothic & Lolita Bible. 
  
Cultura Gothic Lolita 

En Japón el Gothic Lolita es un fenómeno mercadeado de forma masiva. Aunque no es una moda llevada de forma extensa, mantiene un alto nivel de visibilidad, particularmente en las calles de Tokio y Osaka y, en la televisión y en el manga. La moda ha trascendido a otros países gracias, en parte, a la publicación occidental de la revista japonesa FRUiTs, donde el estilo GothLoli se mezcla con el de otras tendencias juveniles de Japón. Aunque la mayoría hacen referencia al Gothic Lolita como una moda, hay quien piensa que se trata de un estilo de vida o subcultura, considerándose a sí mismos, y no a su indumentaria, como Gothic Lolita. 

Fuera de Japón la moda Lolita se percibe muy poco. Sin embargo, ésta ha comenzado a expandirse a algunos países. El Gothic Lolita, junto con el cosplay y otros fenómenos culturales japoneses, puede ser visto en ocasiones en conciertos o convenciones de anime en Europa, Australia y los Estados Unidos. El estilo no ha sido mercadeado aun de forma masiva fuera de Japón. Las marcas más conocidas, como Metamorphose, Baby, The Stars Shine Bright y Funhouse, han visto el reconocimiento internacional que se le comienza a dar a la moda lolita, y han comenzado a vender artículos en el mercado internacional. Esta no es aun una práctica muy expandida, dado que muchos diseños de ropa producidos en occidente no son aceptados por la comunidad Gothic Lolita, por estar muy relacionados con la subcultura gótica occidental o ser muy parecidos a vestimentas de sirvientas, y no de la calidad de las costosas marcas japonesas. Las revistas Gothic Lolita están disponibles para ser compradas a través del Internet, particularmente por medio de librerías japonesas que también venden material relacionado con el anime y el manga. Los seguidores del Gothic Lolita en Europa y Estados Unidos con frecuencia realizan sus propios diseños e indumentaria, en ocasiones ofreciéndolas en venta para compensar las dificultades de adquirirlas de Japón. 



Gothic Lolita en occidente 

Algunas chicas de la subcultura gótica en occidente han adaptado algunos de los estilos del GothLoli japonés, y han creado un mercado para este tipo de ropa (particularmente por medio de subastas en Internet. La compañía estadounidense TOKYOPOP junto con la actriz Courtney Love (quien vivía en Japón y quien popularizó la moda kinderhouse) crearon Princess Ai, un manga original que presenta el estilo Gothic Lolita. En occidente se suele tener la falsa idea de que GothLoli es una variante de cosplay y no un estilo de moda alternativa por sí mismo. 

Gothic & Lolita Bible 

Una revista en particular, Gothic & Lolita Bible (publicada al menos una vez cada temporada del año), ha jugado un papel importante en la promoción y estandarización del estilo. La publicación, que suele superar las cien páginas por edición, incluye consejos de moda, fotografías, patrones de costura, catálogos de indumentaria, ideas sobre decoración de interiores, e incluso recetas. Otras revistas como Kera and "Gosu Rori" ( fonética de Goth Loli hablada con acento japonés) están también dirigidas a los seguidores de la moda. 

Compras 

Actualmente el centro comercial de la subcultura Gothic Lolita es la tienda por departamentos Marui Young en Shinjuki, después de que su predecesor Marui One cerrara a finales de agosto del 2004. Esta extensa tienda juvenil por departamentos tiene 4 pisos dedicados exclusivamente al Gothloli y modas relacionadas. Se pueden encontrar algunas boutiques Gothloli en el área entre Harajuku y Shibuya. 

Subcultura gótica y Gothloli 

El Gothloli como moda no está asociado fuertemente a ningún estilo de música en particular o intereses externos a diferencia de la subcultura gótica, y los seguidores de la moda Gothloli escuchan una amplia variedad de música incluyendo el J-pop y el Visual Kei. 

En Japón, la subcultura gótica es una subcultura menor con unos pocos seguidores, particularmente porque el énfasis en la identidad visual dentro de la cultura juvenil japonesa hace que otros factores como la música y la literatura tengan menor importancia y, quizás parcialmente, porque el cristianimso y la cultura germánica no son partes integrantes de la sociedad. En Japón, las personas que han escuchado el término de subcultura gótica o Goth asumen que se trata de una simple contracción de Gothic Lolita, excepto por los "góticos" mismos, que hacen un fuerte énfasis en las diferencias de ambos. Asimismo, algunos observadores occidentales asumen que el Gothloli es la versión japonesa o el equivalente de la subcultura gótica en ese país, principalmente por las similitudes en cuanto a moda entra ambos. 

Previamente, en Tokio, los eventos "góticos" principales, como el Tokyo Dark Castle, también atraían una notable cantidad de seguidores del Gothloli. Sin embargo, desde el 2005 el número ha disminuido considerablemente, atrayendo ahora primordialmente a seguidores de la música gótica, industrial y metal. En contraste, los conciertos de Visual Kei atraen a una cantidad considerable de seguidores del Gothloli pero prácticamente a ningún "gótico".


El Gato Negro

sábado, 1 de agosto de 2009


Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. 


Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos. 

La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural. 

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato. 
Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo. 
Plutón —se llamaba así el gato— era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle. 

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter. 

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. 

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción. 

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho. 

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?. 
Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios. 

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación. 

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda. 

Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía. 

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle. 

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces. 
Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer. 

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia. 

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros. 

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal. 
Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos. 
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!.

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón. 

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces. 
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido. 

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas. 
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad. 
Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso. 

No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique. 
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma. 
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Incoóse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura. 
Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación. 

Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia. 

–Señores —dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida —apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez. 
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón. 

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación. 
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los gentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes. 

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba. 


Edgar Allan Poe

El Cuervo


Una vez, al filo de una lúgubre media noche, 

mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, 
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, 
cabeceando, casi dormido, 
oyóse de súbito un leve golpe, 
como si suavemente tocaran, 
tocaran a la puerta de mi cuarto. 
"Es -dije musitando- un visitante 
tocando quedo a la puerta de mi cuarto. 
Eso es todo, y nada más." 


¡Ah! aquel lúcido recuerdo 
de un gélido diciembre; 
espectros de brasas moribundas 
reflejadas en el suelo; 
angustia del deseo del nuevo día; 
en vano encareciendo a mis libros 
dieran tregua a mi dolor. 
Dolor por la pérdida de Leonora, la única, 
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. 
Aquí ya sin nombre, para siempre. 


Y el crujir triste, vago, escalofriante 
de la seda de las cortinas rojas 
llenábame de fantásticos terrores 
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie, 
acallando el latido de mi corazón, 
vuelvo a repetir: 
"Es un visitante a la puerta de mi cuarto 
queriendo entrar. Algún visitante 
que a deshora a mi cuarto quiere entrar. 
Eso es todo, y nada más." 


Ahora, mi ánimo cobraba bríos, 
y ya sin titubeos: 
"Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro, 
mas el caso es que, adormilado 
cuando vinisteis a tocar quedamente, 
tan quedo vinisteis a llamar, 
a llamar a la puerta de mi cuarto, 
que apenas pude creer que os oía." 
Y entonces abrí de par en par la puerta: 
Oscuridad, y nada más. 


Escrutando hondo en aquella negrura 
permanecí largo rato, atónito, temeroso, 
dudando, soñando sueños que ningún mortal 
se haya atrevido jamás a soñar. 
Mas en el silencio insondable la quietud callaba, 
y la única palabra ahí proferida 
era el balbuceo de un nombre: "¿Leonora?" 
Lo pronuncié en un susurro, y el eco 
lo devolvió en un murmullo: "¡Leonora!" 
Apenas esto fue, y nada más. 


Vuelto a mi cuarto, mi alma toda, 
toda mi alma abrasándose dentro de mí, 
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza. 
"Ciertamente -me dije-, ciertamente 
algo sucede en la reja de mi ventana. 
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí, 
y así penetrar pueda en el misterio. 
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio, 
y así penetrar pueda en el misterio." 
¡Es el viento, y nada más! 


De un golpe abrí la puerta, 
y con suave batir de alas, entró 
un majestuoso cuervo 
de los santos días idos. 
Sin asomos de reverencia, 
ni un instante quedo; 
y con aires de gran señor o de gran dama 
fue a posarse en el busto de Palas, 
sobre el dintel de mi puerta. 
Posado, inmóvil, y nada más. 


Entonces, este pájaro de ébano 
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa 
con el grave y severo decoro 
del aspecto de que se revestía. 
"Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-. 
no serás un cobarde. 
hórrido cuervo vetusto y amenazador. 
Evadido de la ribera nocturna. 
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!" 
Y el Cuervo dijo: "Nunca más." 


Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado 
pudiera hablar tan claramente; 
aunque poco significaba su respuesta. 
Poco pertinente era. Pues no podemos 
sino concordar en que ningún ser humano 
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro 
posado sobre el dintel de su puerta, 
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido 
de Palas en el dintel de su puerta 
con semejante nombre: "Nunca más." 


Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto. 
las palabras pronunció, como virtiendo 
su alma sólo en esas palabras. 
Nada más dijo entonces; 
no movió ni una pluma. 
Y entonces yo me dije, apenas murmurando: 
"Otros amigos se han ido antes; 
mañana él también me dejará, 
como me abandonaron mis esperanzas." 
Y entonces dijo el pájaro: "Nunca más." 


Sobrecogido al romper el silencio 
tan idóneas palabras, 
"sin duda -pensé-, sin duda lo que dice 
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido 
de un amo infortunado a quien desastre impío 
persiguió, acosó sin dar tregua 
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido, 
hasta que las endechas de su esperanza 
llevaron sólo esa carga melancólica 
de "Nunca, nunca más." 


Mas el Cuervo arrancó todavía 
de mis tristes fantasías una sonrisa; 
acerqué un mullido asiento 
frente al pájaro, el busto y la puerta; 
y entonces, hundiéndome en el terciopelo, 
empecé a enlazar una fantasía con otra, 
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, 
lo que este torvo, desgarbado, hórrido, 
flaco y ominoso pájaro de antaño 
quería decir granzando: "Nunca más," 


En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, 
frente al ave cuyos ojos, como tizones encendidos, 
quemaban hasta el fondo de mi pecho. 
Esto y más, sentado, adivinaba, 
con la cabeza reclinada 
en el aterciopelado forro del cojín 
acariciado por la luz de la lámpara; 
en el forro de terciopelo violeta 
acariciado por la luz de la lámpara 
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más! 


Entonces me pareció que el aire 
se tornaba más denso, perfumado 
por invisible incensario mecido por serafines 
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado. 
"¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido, 
por estos ángeles te ha otorgado una tregua, 
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora! 
¡Apura, oh, apura este dulce nepente 
y olvida a tu ausente Leonora!" 
Y el Cuervo dijo: "Nunca más." 


"¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabolica! 
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio 
enviado por el Tentador, o arrojado 
por la tempestad a este refugio desolado e impávido, 
a esta desértica tierra encantada, 
a este hogar hechizado por el horror! 
Profeta, dime, en verdad te lo imploro, 
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? 
¡Dime, dime, te imploro!" 
Y el cuervo dijo: "Nunca más." 


"¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! 
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! 
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, 
ese Dios que adoramos tú y yo, 
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén 
tendrá en sus brazos a una santa doncella 
llamada por los ángeles Leonora, 
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen 
llamada por los ángeles Leonora!" 
Y el cuervo dijo: "Nunca más." 


"¡Sea esa palabra nuestra señal de partida 
pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso. 
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. 
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira 
que profirió tu espíritu! 
Deja mi soledad intacta. 
Abandona el busto del dintel de mi puerta. 
Aparta tu pico de mi corazón 
y tu figura del dintel de mi puerta. 
Y el Cuervo dijo: Nunca más." 


Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. 
Aún sigue posado, aún sigue posado 
en el pálido busto de Palas. 
en el dintel de la puerta de mi cuarto. 
Y sus ojos tienen la apariencia 
de los de un demonio que está soñando. 
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama 
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, 
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, 
no podrá liberarse. ¡Nunca más!


Edgar Allan Poe
 
Times of Darkness © 2008.